Por Xavier Carrasco
En las últimas décadas, conceptos como el amiguismo y la dedocracia han ganado terreno en muchas instituciones y sistemas políticos, desplazando el principio de la meritocracia. Esta tendencia no solo afecta la calidad de las decisiones tomadas, sino que también pone en peligro el desarrollo sostenible de las naciones al priorizar intereses personales por encima de la capacidad y el mérito.
La meritocracia se basa en la idea de que las posiciones de poder y las oportunidades deben otorgarse a quienes demuestren habilidades, esfuerzo y logros objetivos. Este principio fomenta la igualdad de oportunidades y asegura que los más competentes ocupen roles clave en las instituciones. Sin embargo, este ideal ha sido progresivamente reemplazado por prácticas menos transparentes.
El amiguismo es la práctica de favorecer a amigos, aliados o conocidos personales para ocupar cargos importantes, independientemente de su idoneidad. Esta tendencia puede surgir por diversas razones: lealtades políticas, vínculos familiares o simplemente la confianza en un círculo cercano. Aunque puede parecer inofensivo a primera vista, tiene graves implicaciones.
Una de las implicaciones de la dedocracia es la reducción de la eficiencia, ya que, al colocar a personas menos capacitadas en roles clave, se limitan los resultados efectivos. Además, produce una falta de innovación, dado que las organizaciones pierden la oportunidad de incorporar perspectivas frescas y nuevas ideas. Por otro lado, genera una desmotivación generalizada tanto en los empleados como en los ciudadanos, quienes experimentan desilusión al ver que el esfuerzo y la preparación no son recompensados
La dedocracia, por otro lado, se refiere al nombramiento arbitrario de funcionarios o responsables basado exclusivamente en la decisión de una autoridad superior, sin pasar por procesos competitivos ni transparentes. Este fenómeno suele estar ligado a regímenes autoritarios o estructuras jerárquicas que priorizan la lealtad sobre la competencia.
Podemos decir que la dedocracia tiene impactos, como la reproducción y consolidación de la corrupción, ya que los cargos se convierten en herramientas para favorecer intereses personales o de grupos cercanos. Esto tiene como efectos secundarios, por ejemplo, la creación de una destrucción institucional progresiva: al estar en manos de personas sin preparación, las instituciones pierden credibilidad y capacidad operativa. Además, produce inestabilidad a largo plazo, toda vez que la falta de profesionalización dificulta la implementación de políticas sostenibles.
El desplazamiento de la meritocracia por el amiguismo y la dedocracia genera sociedades más desiguales y menos funcionales. Esto afecta negativamente la confianza en las instituciones, al tiempo que perpetúa sistemas ineficientes y corruptos. Además, frena el desarrollo de talentos y limita el progreso social y económico de las naciones.
La construcción de una sociedad verdaderamente equitativa y funcional pasa inevitablemente por el fortalecimiento de un principio esencial: El mérito. En las sociedades donde prima el mérito, el desarrollo se convierte en un objetivo alcanzable, mientras que aquellas dominadas por el amiguismo quedan atrapadas en ciclos de ineficiencia, desigualdad y corrupción.
El mérito, entendido como el reconocimiento de las capacidades, el esfuerzo y los logros individuales, es un principio que fomenta la justicia, la competitividad sana y el crecimiento sostenido.
Por el contrario, el amiguismo prioriza las conexiones personales sobre el mérito. Ya sea a través de redes de favores, nepotismo o favoritismos políticos, esta práctica genera profundas desigualdades y daña las bases del progreso.
La transición hacia una sociedad de méritos requiere un cambio cultural profundo, que involucre tanto a las instituciones como a los ciudadanos. Para ello, es esencial: Garantizar procesos transparentes, fomentar la educación en valores meritocráticos, romper las redes clientelares, empoderar a los ciudadanos, reconocer y premiar el mérito.
Una sociedad de méritos no solo es más justa, sino también más resiliente y sostenible. En un mundo globalizado, donde la competitividad depende cada vez más del conocimiento y la innovación, no podemos permitirnos desperdiciar talentos ni perpetuar prácticas que promuevan la mediocridad.
Dejar atrás el amiguismo no es una tarea fácil, pero es una meta alcanzable. Construir una sociedad donde las oportunidades dependan del esfuerzo y no de las relaciones personales requiere voluntad política, educación y una ciudadanía activa que valore el mérito como el camino hacia un futuro más brillante para todos.
El amiguismo y la dedocracia son prácticas que, aunque comunes, erosionan los pilares fundamentales de cualquier sociedad justa y funcional. Revertir esta tendencia no es tarea fácil, pero es esencial para construir un futuro basado en el mérito, la igualdad y la capacidad. Solo así será posible garantizar que quienes lideren nuestras instituciones sean los más aptos para enfrentarse a los retos del presente y del mañana.