
Publicado en Editorial, hace 3 horas
Las tormentas, sean huracanes, inundaciones o incluso crisis sociales intensas, dejan tras de sí un rastro de devastación física. Sin embargo, una vez que el viento amaina y el agua retrocede, emerge una emergencia silenciosa pero crítica: la atención a la salud. Este es el momento en que la comunidad y las autoridades deben pivotar su enfoque con urgencia.
El impacto inmediato es claro: lesiones traumáticas, problemas respiratorios por el moho y el polvo, y la interrupción de servicios médicos esenciales. Pero el peligro a mediano plazo es quizás más insidioso. El agua estancada se convierte en caldo de cultivo para enfermedades transmitidas por vectores como el dengue, el zika o la malaria. La contaminación del agua potable dispara los casos de diarrea, cólera y hepatitis A. Además, la salud mental de la población, expuesta a la pérdida, el desplazamiento y el trauma, requiere una intervención inmediata y sostenida.
Es imperativo que la respuesta pos-desastre no se centre únicamente en la infraestructura. Los planes de contingencia deben priorizar el restablecimiento de clínicas móviles, el suministro ininterrumpido de medicamentos crónicos (como insulina o antihipertensivos) y el despliegue de equipos de salud pública para la vigilancia epidemiológica y la promoción de la higiene. Ignorar estos eventos de salud es convertir una catástrofe natural en una crisis humanitaria prolongada.
La resiliencia de una comunidad se mide no solo por la rapidez con que reconstruye sus techos, sino por la eficacia con que protege y restaura el bienestar de su gente. La salud no es un lujo pos-reconstrucción; es el cimiento sobre el cual se levanta la recuperación total.