
Publicado en Todo Incluido, hace 3 horas
Luis M. Guzman
La erosión institucional es un proceso silencioso pero devastador. No explota en un solo hecho, se infiltra en la gestión pública, en los tribunales, en la política y en la vida cotidiana. En la República Dominicana, este desgaste se manifiesta en hospitales sin medicinas, escuelas sin recursos y en un pueblo que, cansado de promesas, percibe al Estado más como un obstáculo que como un protector.
El presidencialismo continúa dominando la estructura política. En el Congreso, las mayorías oficialistas han aprobado préstamos y presupuestos sin debate crítico, mientras la oposición ha perdido fuerza fiscalizadora.
Desde 2020 hasta mediados de 2025 se han aprobado más de US$22,000 millones en nuevos endeudamientos, consolidando un patrón de obediencia parlamentaria que vacía el sentido del control democrático.
En el Poder Judicial, los intentos de garantizar independencia chocan con la realidad política. Las discusiones sobre la reevaluación de jueces de la Suprema Corte y las tensiones por la designación del Procurador General en 2024 reflejan que el Consejo Nacional de la Magistratura sigue atrapado por intereses partidarios. La justicia avanza cuando conviene, y se detiene cuando toca a los poderosos.
Casos como Operación Medusa, Calamar, Coral y Antipulpo revelaron un sistema que permitió el desvío de miles de millones de pesos. Sin embargo, la lentitud judicial y los arreglos procesales han diluido el impacto inicial.
En 2025, el gobierno anunció la recuperación de RD$6,500 millones en bienes públicos, pero el hecho de que haya que “recuperarlos” demuestra la magnitud del saqueo institucional tolerado por años.
Ese mismo año, la República Dominicana creó un equipo especial de recuperación de activos públicos en el extranjero (ERPP), que ya presentó reclamaciones por más de RD$136 mil millones desviados.
Aunque es un paso positivo, refleja la fragilidad de las estructuras de control, los recursos se fueron antes de que las alarmas institucionales pudieran activarse. La prevención sigue siendo el eslabón más débil del sistema.
El informe de la OCDE de mayo de 2025 fue contundente, el país solo cumple con el 22 % de los criterios internacionales de integridad pública. En otras palabras, las leyes existen, pero su ejecución es deficiente. No hay una estrategia anticorrupción nacional efectiva, ni mecanismos estables de coordinación entre los entes fiscalizadores. La erosión institucional se mide también en la distancia entre el papel y la práctica.
El colapso del techo de la discoteca Jet Set en abril de 2025, con 236 muertos, mostró otra cara del deterioro institucional, la negligencia estatal. Los informes de Defensa Civil y Obras Públicas confirmaron que el local operaba con permisos vencidos y sin inspecciones recientes.
Este desastre no fue solo estructural; fue moral. Una tragedia previsible causada por un Estado que no supervisa y autoridades que miran hacia otro lado.
Casos recientes en ayuntamientos como La Vega, Higüey y Santo Domingo Este, donde alcaldes fueron señalados por uso irregular de fondos, evidencian que la corrupción ha descendido a los niveles municipales. La erosión institucional no es un fenómeno centralista es sistémico. Las redes clientelares operan con impunidad en todo el territorio, afectando directamente servicios básicos como la recogida de basura, el agua y el transporte local.
El deterioro también afecta el desarrollo humano. Los fondos desviados a contratos fraudulentos podrían financiar más escuelas y hospitales. Proyectos sobrevaluados como Punta Catalina, con sus sobrecostos y dudas de transparencia, siguen drenando recursos públicos. Mientras tanto, comunidades rurales carecen de agua potable y los hospitales regionales siguen sin equipos básicos. Cada peso malgastado se traduce en vidas postergadas.
La erosión institucional tiene un costo humano invisible, el éxodo del talento joven. Más de 300,000 dominicanos han emigrado desde 2020, la mayoría buscando seguridad y oportunidades. No huyen solo de la pobreza económica, sino de la pobreza institucional. El mérito ya no garantiza el ascenso social; la mediocridad conectada políticamente se impone como regla. Y esa fuga silenciosa empobrece al país en capital humano.
Según Latinobarómetro 2024, más del 70 % de los dominicanos cree que las instituciones “sirven a los políticos, no al pueblo”.
Esta percepción alimenta la apatía electoral y la desconfianza generalizada. La erosión institucional se ha convertido en una crisis moral colectiva, el ciudadano deja de creer en la justicia, evade impuestos y normaliza la corrupción como forma de sobrevivir. Es el síntoma final de un Estado que perdió autoridad ética.
Revertir la erosión institucional requiere algo más profundo que reformas legales: exige una refundación moral y funcional del Estado. Hay que cumplir la Ley 194-04 para garantizar independencia financiera al Poder Judicial, establecer auditorías ciudadanas permanentes y aplicar sanciones ejemplares sin importar colores partidarios.
Solo un Estado con instituciones sólidas podrá devolver al pueblo dominicano lo que hoy le ha sido arrebatado: su confianza y su futuro.