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El equilibrio de la autoridad

Publicado en Editorial, hace 1 hora

La convivencia armónica en una sociedad democrática se sostiene sobre un contrato implícito de respeto mutuo. Por un lado, la ciudadanía tiene el deber de respetar el orden y las disposiciones de las autoridades; por otro, quienes ostentan el poder tienen la obligación ineludible de ejercerlo con prudencia y absoluta ausencia de excesos.

Cuando las autoridades emiten directrices —ya sea en materia de tránsito, seguridad ciudadana o salud pública—, no lo hacen por puro capricho, sino para garantizar el bien común. Desatender estas normas no es un acto de libertad, sino una grieta en la estructura social que nos protege a todos. El respeto a la autoridad es, en esencia, el respeto a la ley que nosotros mismos nos hemos dado.

Sin embargo, el uniforme o el cargo no otorgan un cheque en blanco. La legitimidad de la autoridad se reafirma cada vez que actúa con templanza. El uso de la fuerza o la imposición de sanciones debe ser siempre el último recurso, proporcional a la falta y apegado a los derechos fundamentales.

Una autoridad que abusa de su posición para humillar o atropellar no genera orden, sino resentimiento y desconfianza.

La paz social no se impone por el miedo, se construye a través de la confianza institucional. Esta solo es posible cuando el ciudadano acata las normas de forma civilizada y cuando la autoridad actúa como un servidor público y no como un ejecutor arbitrario.

En última instancia, el orden público más sólido no es aquel que se logra con mano dura, sino el que nace del equilibrio perfecto entre el cumplimiento del deber y el respeto a la dignidad humana.

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