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El verdadero problema no es la moral, es el estado de derecho

Publicado en Todo Incluido, hace 28 segundos

 Julio Martínez 

El debate público en República Dominicana sobre la reciente sentencia del Tribunal Constitucional que declaró inconstitucionales las sanciones contra relaciones homosexuales en las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional se ha desviado peligrosamente hacia la moral y las costumbres.

Mientras los opinólogos discuten acaloradamente si debe o no permitirse esta conducta en instituciones «sacrosantas», están ignorando el elefante en la habitación: dos comandantes militares acaban de anunciar públicamente, delante del Presidente de la República, que desafiarán una sentencia del máximo tribunal del país. Y el silencio presidencial ante este desacato es ensordecedor.

No se trata de si usted está de acuerdo o no con las relaciones homosexuales. No se trata de si las iglesias aprueban o rechazan la decisión. El problema fundamental es que el Ministro de Defensa, Carlos Fernández Onofre, y el Director de la Policía Nacional, Ramón Guzmán Peralta, han declarado abiertamente que continuarán aplicando disposiciones que el Tribunal Constitucional declaró violatorias de la Constitución. Esto no es una diferencia de opinión teológica o moral; esto es un golpe directo a la estructura normativa del Estado dominicano.

El Artículo 184 de la Constitución dominicana establece con meridiana claridad que el Tribunal Constitucional es el «órgano supremo de interpretación y control de la constitucionalidad» y que sus decisiones son «definitivas e irrevocables» y «constituyen precedentes vinculantes para todos los poderes públicos». No dice «vinculantes excepto para los militares». No dice «vinculantes a menos que las iglesias no estén de acuerdo». Dice vinculantes para TODOS los poderes públicos. Sin excepciones.

Cuando el Ministro de Defensa dice «las Fuerzas Armadas continuarán aplicando su código disciplinario sin distinción», está declarando que su institución está por encima de la Constitución y de sus intérpretes oficiales. Cuando el Director de la Policía insiste en que «esos reglamentos internos hay que respetarlos», está diciendo que los reglamentos internos de la Policía tienen más jerarquía que la Constitución de la República. Esto no es defender valores tradicionales; esto es subvertir el orden constitucional.

Y aquí viene la parte más grave: estas declaraciones se hicieron durante el encuentro de los lunes del Presidente Luis Abinader con los medios en el Palacio Nacional. No fueron dichas a escondidas ni en privado. Fueron proclamadas públicamente, delante del Jefe de Estado, quien según el Artículo 128 de la Constitución es el «Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, de la Policía Nacional y de los demás cuerpos de seguridad del Estado».

¿Y cuál fue la respuesta presidencial? Silencio absoluto. Ni corrección, ni llamado al orden, ni recordatorio de que en una democracia constitucional nadie decide selectivamente qué sentencias judiciales acatar.

Las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional están subordinadas al poder civil. Este principio no es una sugerencia ni una cortesía democrática; es un pilar fundamental de todo Estado de Derecho. El Artículo 255 de la Constitución establece que las Fuerzas Armadas están «al servicio de la Nación» y que su actuación debe realizarse «con apego estricto a la Constitución y a las leyes». No dice «con apego a la Constitución excepto en temas morales». Dice apego estricto, punto.

Este desafío institucional sienta un precedente devastador. Si permitimos que las instituciones armadas decidan qué sentencias del Tribunal Constitucional acatar y cuáles ignorar, ¿qué sigue? ¿Podrán ignorar sentencias sobre corrupción militar si no les gustan? ¿Sobre abusos de autoridad? ¿Sobre violaciones de derechos humanos? Una vez que abrimos la puerta a la desobediencia selectiva de decisiones judiciales, el estado de derecho colapsa. No gradualmente, sino de inmediato.

La mayoría de los comentaristas se ha ido por la rama, debatiendo si es apropiado o no que militares y policías tengan relaciones homosexuales. Están discutiendo el árbol y perdiendo de vista el bosque. El bosque es esto: estamos presenciando la vulneración del debido proceso constitucional y la fractura de la jerarquía normativa del sistema. El Tribunal Constitucional ejerció su función constitucional de revisar normas y declararlas inconstitucionales. Punto. Esa decisión es la ley suprema. No está sujeta a referéndum popular ni a aprobación eclesiástica ni a veto militar.

Para ser absolutamente claro: la sentencia del TC no dice que los militares deben casarse con personas del mismo sexo. No dice que deben promocionar la homosexualidad. No ordena desfiles en los cuarteles. Simplemente establece que el Estado no puede sancionar penalmente lo que dos adultos consientan hacer en la privacidad de sus hogares. Eso es todo. Y si alguien considera que eso viola la disciplina militar, el camino es reformar la Constitución mediante el proceso establecido en el Artículo 272, no declararse en rebeldía institucional.

El Presidente Abinader tiene la obligación constitucional e histórica de corregir inmediatamente este desafío. No puede permitir que sus subordinados militares establezcan el precedente de que las decisiones del Tribunal Constitucional son opcionales. Si lo permite, no solo traicionará su juramento de defender la Constitución, sino que habrá puesto la primera piedra en el camino hacia la desintegración del orden democrático dominicano. En una democracia, nadie —absolutamente nadie— está por encima de la ley. Ni siquiera los que llevan uniforme.

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