
Publicado en Editorial, hace 15 minutos
Toda propuesta de modificación constitucional debe ser recibida con la mayor de las cautelas y un escrutinio ciudadano riguroso. La Constitución no es un simple reglamento, sino el pacto fundamental que define la identidad, el balance de poder, y los derechos esenciales de una nación. Modificarla a la ligera, o peor aún, con intereses coyunturales, es un ejercicio de alto riesgo que puede debilitar las bases de la democracia.
El principal peligro reside en la instrumentalización política. Cuando las reformas constitucionales se presentan como una solución rápida a problemas estructurales o, más preocupante, buscan perpetuar a grupos o personas en el poder, se distorsiona el propósito supremo de la Carta Magna. Una constitución que se modifica con frecuencia pierde su carácter de norma fundamental y estable, transformándose en un campo de batalla para la agenda del gobierno de turno. Esto genera incertidumbre jurídica y desconfianza en las instituciones.
Una reforma genuinamente necesaria debería nacer de un amplio consenso social y político, reflejando una madurez cívica sobre los cambios que el Estado requiere. No debe ser una maniobra partidista. Es necesario que la propuesta sea sometida a un debate exhaustivo, transparente y con suficiente tiempo para que la ciudadanía y los expertos legales puedan sopesar las consecuencias a largo plazo.
El deber de los legisladores no es meramente aprobar, sino defender la estabilidad de los cimientos institucionales. Si la propuesta actual no satisface estos altos estándares de necesidad, consenso y proyección a futuro, corre el riesgo de ser vista no como una mejora, sino como una erosión del Estado de Derecho por conveniencia. En este tema, la prudencia no es lentitud, es sabiduría política.