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La cleptocracia de los elegantes

Publicado en Todo Incluido, hace 3 horas

Rafael Pasian

La República Dominicana no sufre una corrupción ocasional: vive bajo una dictadura silenciosa de ladrones de cuello blanco, una cleptocracia de apellidos ruidosos que se autoproclaman “gente seria” mientras succionan el Estado como una sanguijuela histórica. El asqueroso desfalco del SENASA no es un escándalo; es una radiografía cruda del país real: una élite parasitaria que vive del presupuesto público con la naturalidad con que respira. Lo terrible no es que roben; lo terrible es que están convencidos de que es su derecho natural.

El profesor Juan Bosch advirtió esta tragedia décadas antes de que tuviera nombre contemporáneo. Dijo, con valentía profética, que nuestra clase dominante jamás construyó nación; solo construyó mecanismos de sacar tajada. Desde los encomenderos coloniales hasta los modernos empresarios “respetables”, el saqueo ha sido la columna vertebral del poder. No se organizan para producir riqueza, sino para apropiarse del trabajo ajeno. El Estado—esa obra sagrada que pertenece a todos—ha sido convertido en una pulpería privada donde entran, toman, y salen sin pagar.

El PRM, que llegó al poder con la Biblia de la transparencia bajo el brazo, ha terminado revelando lo que Bosch sabía: los partidos cambian de color, pero las élites no cambian de conducta. Hoy vemos narcotraficantes con gafetes oficiales, legisladores convertidos en operadores del crimen organizado y funcionarios que viajan a reuniones diplomáticas y regresan extraditados. Han logrado lo que parecía imposible: competir con las peores mafias

latinoamericanas y superarlas en descaro.

Pero el insulto mayor no es el robo; es el teatro. Cuando los ricos roban, los periódicos lo llaman “manejo irregular”; cuando roban los pobres, lo llaman “crimen”. Cuando los ricos son atrapados, hablan de “errores administrativos”; cuando es un ciudadano común, hablan de “falta de valores”. La doble moral es la religión oficial de la élite dominicana.

América Latina conoce bien este libreto. En Brasil, los mismos que gritaban contra la corrupción privatizaron medio país a precio de saldo mientras llenaban sus cuentas en Suiza. En México, la élite empresarial hizo pactos con narcos mientras publicaba columnas moralistas. En Perú, presidentes caían uno por uno, pero los que financiaban el saqueo seguían intocables. En todos los países, los ricos son los primeros en robar y los últimos en pagar consecuencias.

La corrupción estructural no es accidente: es el modelo económico de la élite. Es su profesión, su legado familiar, su cultura política. No saben gobernar sin robar porque jamás han concebido el poder como servicio público. Para ellos, el Estado es un buffet abierto: se sirve el que llega primero y se respeta al que come más rápido. De ahí que les indigne tanto cuando el pueblo exige justicia. ¿Cómo se atreven los ciudadanos—piensan ellos—a reclamar cuentas a sus “superiores”?

La República Dominicana no está en crisis de corrupción; está en crisis de poder, atrapada por una minoría que heredó privilegios y ahora los administra como si fueran títulos nobiliarios. No estamos ante ladrones comunes: estamos ante un sistema criminal con oficinas, chóferes, trajes finos y conferencias de prensa.

Y, sin embargo, como diría Bosch, todo sistema injusto contiene dentro de sí mismo la semilla de su derrota: el despertar del pueblo. No un despertar violento, sino un despertar moral, intelectual y político que rompa con la cultura de la resignación. Ninguna élite puede gobernar eternamente un pueblo que decide abrir los ojos. Ningún “rico respetable” puede tapar un mar de indignación organizada. Ningún partido puede esconder lo que ya es evidente: se han convertido en la caricatura grotesca de la honestidad que prometieron.

La patria no se rescata con discursos; se rescata señalando a los culpables, desmontando los privilegios y construyendo instituciones que no se dobleguen ante los saqueadores elegantes. El futuro no pertenece a los ladrones de corbata, sino a los ciudadanos que se cansen de ser espectadores de su propio despojo.

La República Dominicana merece un país donde el éxito provenga del trabajo, no del robo; donde los ricos dejen de vivir del Estado y el Estado empiece, por fin, a vivir para el pueblo.

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