
Publicado en Editorial, hace 3 horas
La decisión del Tribunal Constitucional de dejar sin efecto los artículos de los Códigos de Justicia Militar y Policial que penalizaban las relaciones homosexuales entre sus agentes ha generado un debate sobre la modernización de esas instituciones, pero también levanta una bandera roja sobre los límites de la interpretación judicial. Si bien el espíritu de no discriminación es un valor de la República, la sentencia del Tribunal incurre en una peligrosa extralimitación que confunde el rol de la justicia con el del legislador.
El argumento central contra esta sentencia radica en una verdad ineludible: nuestra Carta Magna no contempla, de forma expresa, la protección específica de las relaciones entre personas del mismo sexo. La Constitución es un pacto social y su reforma o ampliación corresponde al poder constituyente o, en su defecto, al Poder Legislativo que, a través de la representación popular, decide qué normas y derechos se incluyen o modifican en el marco legal.
Al anular estos artículos, el Tribunal Constitucional no se limitó a interpretar una ambigüedad; procedió a insertar un derecho o, más precisamente, a derogar una prohibición basándose en una lectura extensiva y no explícita de la dignidad. Esto convierte al Tribunal en una suerte de legislador positivo, violando el principio de la separación de poderes y socavando la soberanía de la voluntad popular expresada a través del Congreso. La justicia debe aplicar la ley, no reescribirla.
El Código de Justicia Militar y el Código de Justicia de la Policía Nacional no son iguales al código civil; son regímenes especiales que exigen estándares de conducta, disciplina y decoro excepcionales, necesarios para la cohesión y la operatividad de las instituciones que portan armas y garantizan la seguridad nacional.
Los artículos derogados formaban parte de un régimen disciplinario interno que, más allá de la moralidad, buscaba preservar una determinada imagen y estructura jerárquica. Al invalidar estas normas, el Tribunal Constitucional ignora la naturaleza excepcional de la disciplina militar y policial, sentando un precedente que podría ser utilizado para desmantelar cualquier requisito de conducta “especial” considerado obsoleto por una interpretación subjetiva, debilitando así la autoridad interna de las instituciones.
El Tribunal Constitucional fue creado para ser el custodio de la Carta Magna, no su vanguardia moral. Al imponer un cambio social profundo a través de la vía judicial sin un mandato constitucional explícito, se abre la puerta al activismo judicial. Este camino, por muy noble que parezca la causa, erosiona la certeza jurídica y la confianza en la estabilidad de nuestro sistema legal.
La corrección de normas debe provenir del debate democrático en el Congreso, donde las leyes se gestan bajo la representación del pueblo. La sentencia, en su afán por “modernizar”, termina por deslegitimar el proceso democrático y convierte la alta corte en una tercera cámara legislativa, un rol que no le corresponde en nuestro diseño institucional.