Publicado en Editorial, hace 3 horas
El narcotráfico ha dejado de ser una amenaza en las periferias para convertirse en una fuerza que ronda y penetra las esferas del Gobierno. Este no es un simple problema de seguridad, sino una crisis profunda de la democracia y la institucionalidad.
La capacidad de las organizaciones criminales para cooptar, corromper e influenciar a funcionarios de alto nivel, legisladores e incluso la judicatura, es un cáncer que carcome la legitimidad estatal.
Cuando las rutas de la droga, el lavado de activos y los intereses del crimen organizado se cruzan con la toma de decisiones políticas, la línea entre el Estado y la mafia se difumina peligrosamente.
Esta infiltración no solo garantiza la impunidad de los capos, sino que distorsiona las políticas públicas, debilita la justicia y traiciona la confianza ciudadana.
Es imperativo que la sociedad exija transparencia total, rendición de cuentas implacable y una depuración efectiva de las instituciones. No basta con combatir a los eslabones bajos; la verdadera batalla es por la integridad del poder. De lo contrario, la sombra del narcotráfico se consolidará como el verdadero poder detrás del trono, sentenciando a nuestras naciones a la inestabilidad y a un ciclo interminable de violencia.
La democracia no puede coexistir con la narcopolítica.