Publicado en Todo Incluido, hace 2 horas
Por Luis Ma. Ruiz Pou
Las costumbres no son meros hábitos: son formas de comportamiento que, cuando se deforman, se convierten en vicios, torpezas, impericias o resabios. En política, estas malas costumbres adquieren rostro y estrategia. Se valen de ardides, artimañas y sutilezas para alcanzar fines personales, distinguiéndose no por su ética, sino por su capacidad de manipulación dentro de la colectividad.
En los partidos políticos dominicanos, abundan dirigentes que encarnan este perfil. Son expertos en fabricar crisis para escalar posiciones, en provocar divisiones para mantenerse flotando en la superficie del poder. En su lógica, una crisis se combate con otra más grande. Y así, el ciclo se perpetúa.
Historia de las crisis
El Partido Revolucionario Dominicano (PRD) es el ejemplo más paradigmático. Fundado en 1939 en La Habana por exiliados como Juan Bosch, Jimenes Grullón, Cotubanamá Henríquez, Ángel Miolán y otros, nació con el gen de la crisis en su ADN. Desde sus primeros pasos, las diferencias ideológicas entre Bosch y Jimenes Grullón marcaron el tono de las disputas internas. La negativa de Bosch a aceptar a Sánchez Feliz como su vicepresidente en 1962 desató una cadena de rupturas que culminó en su renuncia en 1973 y la fundación del Partido de la Liberación Dominicana (PLD).
Pero la historia no terminó ahí. En 1978, nuevas tensiones entre Guzmán, Jorge Blanco y Majluta dieron origen a las llamadas “tendencias”, que fragmentaron aún más al PRD. De esas fisuras nacieron el PRI, el BIS y, más recientemente, el PRM, que heredó no solo estructuras, sino también las mañas.
El PRM, hoy en el poder, enfrenta una amenaza similar. Algunos dirigentes, acostumbrados a conspirar desde dentro, presionan al presidente Luis Abinader para que respalde sus aspiraciones de cara a 2028. En lugar de fortalecer la organización, siembran la división. Y como en el pasado, el riesgo es claro: otra ruptura, otra derrota.
Porque hay quienes llevan en la sangre el genoma de la división. Dirigentes que viven cuatro años arriba y veinte abajo, repitiendo el ciclo como si fuera destino. Pero no lo es. Es costumbre. Y como toda costumbre, puede—y debe—ser cuestionada.
Romper el patrón, recuperar el propósito
La historia no tiene por qué repetirse como condena. La militancia tiene en sus manos la posibilidad de romper el patrón de la división, de desactivar las mañas que han convertido los partidos en maquinarias de crisis. No se trata solo de ganar elecciones, sino de recuperar el sentido de comunidad política, de construir organizaciones que no se fragmenten por ambición, sino que se fortalezcan por convicción.
A quienes militan, les toca decidir si siguen siendo piezas en el juego de las artimañas o protagonistas de una nueva cultura política. Porque maña vieja puede ser costumbre, pero también puede ser ruptura. Y toda ruptura ética comienza por decir: basta.
Es tiempo de que la militancia deje de ser rehén de los mismos rostros y las mismas estrategias. Que convoque a la unidad no como consigna vacía, sino como práctica cotidiana. Que exija transparencia, respeto y visión. Que no se conforme con estar cuatro años arriba y veinte abajo, sino que construya un proyecto que no dependa de crisis para existir. La costumbre se combate con conciencia. Y la conciencia, con acción.