
Publicado en Todo Incluido, hace 53 minutos
Cuando los hechos recientes de política exterior dominicana se colocan sobre el mapa histórico de las intervenciones de Estados Unidos en el Caribe, surge un riesgo que no es nuevo, sino recurrente. La posibilidad de que República Dominicana vuelva a convertirse en cabeza de playa para una nueva aventura imperial, esta vez envuelta en el ropaje de la lucha contra el narcotráfico y contra la amenaza “narco-chavista” atribuida al gobierno de Nicolás Maduro, remite a episodios que marcaron la vida política y militar del país.
La operación militar “Lanza del Sur”, anunciada por el secretario de Guerra estadounidense, Pete Hegseth, como una ofensiva hemisférica contra el “narcoterrorismo”, coincide con un acelerado alineamiento del gobierno dominicano con la agenda de Washington. En ese tablero, República Dominicana vuelve a presentarse como aliado ejemplar y plataforma privilegiada de cooperación “antidrogas”, mientras el despliegue de un portaaviones y destructores cerca de sus aguas comienza a normalizar la presencia militar estadounidense en el Caribe.
No se trata solo de gestos diplomáticos. El decreto 500-25, que declara al llamado Cártel de los Soles como organización terrorista; la estrecha coordinación con la DEA; la designación de un “zar regional” contra el fentanilo con aval de Washington; y la visita del secretario de Guerra para “afinar acciones conjuntas” configuran una misma arquitectura político-militar. La narrativa oficial presenta estos pasos como prueba del prestigio internacional del país, aunque el eje real de esa política parece girar en torno a un reposicionamiento militar en la región.
El propio presidente Luis Abinader reforzó esa línea al afirmar que la cooperación con Estados Unidos se sostiene porque “esta es una lucha dura, sobre todo en algunos países, principalmente de Sudamérica, que han visto un aumento en la producción de drogas, particularmente cocaína”. La alusión a Venezuela resulta evidente en un momento en que Washington multiplica sanciones, operaciones navales y campañas para vincular al gobierno de Maduro con redes de “narcoterrorismo”.
Bolívar y Bosch como brújulas de la coyuntura
Ante esta coyuntura, la advertencia de Simón Bolívar, escrita en 1829 en su carta a Patricio Campbell, resuena con vigor: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar a la América de miserias en nombre de la libertad”. Un siglo después, Juan Bosch confirmaría que ese rol no era producto de azar ni error histórico, sino de una estrategia sistemática para dominar la región bajo el pretexto de seguridad, estabilidad o democracia.
Bosch escribió en De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial que Estados Unidos ensayó en el Caribe “la política de la subversión organizada y dirigida por sus más altos funcionarios, por sus representantes diplomáticos o sus agentes secretos”. Advirtió que el mundo no supo ver a tiempo cómo ese método dividiría países que habían tardado siglos en integrarse, hasta convertir una sola China, una sola Corea y una sola Indochina en dos países enfrentados en nombre de la libertad.
Cuando hoy se observa el despliegue de “Lanza del Sur” bajo la narrativa de la seguridad y el combate al narcotráfico, mientras se insiste en construir un enemigo con el sello de “narco-Estado venezolano”, la coincidencia con las advertencias de Bosch y Bolívar deja de ser referencia académica. Lo que ambos denunciaron como dominación imperial de largo aliento hoy llega en forma de buques de guerra, decretos antiterroristas y construcción diplomática de amenazas que justifican acciones militares.
La fabricación del enemigo
En este marco, el decreto 500-25 no puede verse como simple actualización legal. Las autoridades dominicanas habían afirmado que el Cártel de los Soles no operaba en el país; sin embargo, de repente el Ministerio Público comenzó a utilizar esa categoría en expedientes de narcotráfico. El decreto calza con la narrativa construida por Washington para justificar sanciones, operaciones navales y acciones extraterritoriales, ahora con validación dominicana.
De igual manera, la designación del vicealmirante José Manuel Cabrera Ulloa como “zar regional” contra el fentanilo y la postulación de Leandro Villanueva a la oficina regional de la ONU Contra la Droga y el Delito, avalada por Estados Unidos, exhiben el premio simbólico de un alineamiento estratégico. La cooperación antidrogas deja de ser coordinación técnica para convertirse en un engranaje de reconfiguración militar hemisférica que difumina la frontera entre seguridad y guerra.
RD como laboratorio de intervención
La historia dominicana confirma que el Caribe ha sido laboratorio de intervención. En 1916, Estados Unidos ocupó el país para controlar su aduana y su deuda externa, consolidando un tutelaje que luego facilitó la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo. En 1965, la excusa fue impedir que República Dominicana “se convirtiera en otra Cuba”, y la invasión frustró la restauración del gobierno legítimo de Juan Bosch, abriendo paso a la larga noche del balaguerismo bajo la Doctrina de Seguridad Nacional.
A la ofensiva militar se sumaron estrategias mediáticas e ideológicas. En 1984, tras la sangrienta poblada contra el paquete fondomonetarista, Estados Unidos observó con alarma el estallido social y el avance de ideas marxistas en el país, en medio de una Centroamérica en llamas. Desde suelo dominicano, figuras mediáticas fueron utilizadas para advertir contra el “peligro comunista”, colocando al país como plataforma de propaganda y contención regional.
Entre la Zona de Paz y el tablero militar de “Lanza del Sur”
Hoy, frente a la proclamación del Caribe como Zona de Paz por la CELAC, la decisión dominicana de abrazar sin matices la política militarizada de Washington coloca al país ante una disyuntiva histórica: repetir el papel de cabeza de playa del último imperio o asumir una política exterior coherente con la paz regional. Lo que está en juego no es solo la soberanía venezolana, sino la posibilidad de que el Caribe deje de ser frontera imperial y se convierta en territorio de dignidad y autodeterminación de sus pueblos.
En este momento decisivo, la diplomacia dominicana tiene la oportunidad de aprender de su propia historia. Toda claudicación realizada en nombre del prestigio, la seguridad o la cooperación militar ha terminado costando caro: ocupaciones, dictaduras tuteladas, crisis internas, pérdida de autonomía y aislamiento.
Por el contrario, cada gesto de soberanía ha fortalecido el respeto regional y la credibilidad internacional del país. La pregunta para esta generación no es si cooperar o no con el mundo, sino si lo hará subordinándose a intereses ajenos o defendiendo el derecho del Caribe a vivir en paz, con dignidad y sin tutelas imperiales.