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Apagones: la sombra que delata la tiniebla del poder

Publicado en Todo Incluido, hace 9 horas

Rey  Arturo Taveras

La oscuridad no es solo ausencia de luz, es también presencia de mentira.
Cuando se produce un apagón, no solo se apagan las bombillas de los hogares y los negocios deja producir, también se apagan las promesas oficiales, los discursos que repiten los políticos como letanías que “todo está bajo control” y que “el país produce energía suficiente para exportarla”.
Sin embargo, la realidad es terca: mientras el presidente asegura un mar de abundancia, el pueblo naufraga en noches interminables de penumbra y sofocante calor.

Los apagones son la metáfora de un país que oscila entre la retórica del poder y la crudeza de la calle.

Donde el gobierno pinta un cielo despejado, las comunidades viven bajo nubes de humo por neumáticos encendidos, humo de electrodomésticos quemados en las calles a causa de la ira colectiva.
El pueblo, cansado de esperar milagros, vuelve a las trincheras de siempre: marchas, huelgas, piquetes, cacerolas.
La paciencia se agota más rápido que una batería de linterna.
Seis horas sin luz es mantener a una población sin refrigerador para la medicina del anciano, sin abanico para el niño enfermo, sin seguridad en la esquina oscura.
Son horas en las que la economía informal se marchita, como flor expuesta al sol sin agua, mientras el país retrocede décadas, como si el progreso fuese un espejismo y la modernidad una fábula mal contada.

Las redes sociales, ese nuevo farol de la opinión pública, se han convertido en un muro de lamentos donde la gente escribe su queja con la rabia de quien grita en medio de la oscuridad.
“La luz cada día más cara y más apagones”, dicen unos mientras los videos de marchas y protestas, el diario vivo de una sociedad que se resiste a vivir en tinieblas.

Paradójicamente, mientras se culpa a Punta Catalina y a la salida de una de sus plantas, los propios datos revelan otra cara de la moneda: generadoras dispuestas a entregar más energía de la que las distribuidoras solicitan.
Como si alguien prefiriera que el pueblo viviera a medias, con un pie en la oscuridad y otro en la factura que nunca perdona.
Los apagones se van, pero la factura llega puntual, con la frialdad de un verdugo que no entiende excusas.

¿Será esto un accidente del sistema o un ensayo deliberado de privatización? ¿Un fallo técnico o un cálculo político?
En este juego de sombras, lo que queda claro es que la luz se ha convertido en un botín, en una herramienta de poder.
El pueblo sospecha que la crisis no es hija del azar, sino de un guion escrito para rendirnos a la “solución privada”, como si la luz fuese mercancía y no derecho.

Los apagones, en su crudeza, más que fallas eléctricas son la radiografía de un modelo desgastado, de empresas distribuidoras incapaces de sostenerse y de un Estado que se refugia en excusas técnicas mientras la gente enciende velas para alumbrar su desesperanza.

La oscuridad, sin embargo, también revela lo que el poder quisiera esconder la indignación de un pueblo que recuerda, protesta y enciende neumáticos para iluminar la calle y para encender la memoria.

Porque como dice el refrán, “no hay mal que dure cien años ni pueblo que lo aguante”.

Al final, mientras la luz se va y regresa a capricho, queda la pregunta que arde como fósforo en la penumbra: ¿quién apaga realmente al país, la falla técnica o la mano política para crear angustia colectiva y pasar la administración de las EDES al sector privado ?

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