Publicado en Todo Incluido, hace 2 días
Demí Félix Domínguez
La promulgación del nuevo Código Penal de la República Dominicana, mediante la Ley núm. 74-25, marca un momento de quiebre en la tradición jurídica nacional. Entre sus novedades más significativas se encuentra la consagración, por primera vez, de un título completo dedicado a los delitos de corrupción.
Este reconocimiento normativo no es menor: implica aceptar que la corrupción no es un hecho aislado, sino un fenómeno multiforme y estructural, cuya complejidad exige una respuesta penal articulada.
Hasta ahora, el tratamiento jurídico de la corrupción en el ordenamiento dominicano había sido fragmentario. El Código Penal de 1884, pese a las múltiples reformas que recibió, no ofrecía una definición formal de corrupción pública, ni abordaba este fenómeno como una categoría penal unificada.
Las figuras típicas —cohecho, concusión, prevaricación, malversación— estaban dispersas y desvinculadas de una concepción doctrinal integral. Esto contrastaba abiertamente con los compromisos internacionales asumidos por el país en materia de lucha contra la corrupción.
Desde una perspectiva teórica, la corrupción es un fenómeno dinámico, profundamente enraizado en las estructuras institucionales y condicionadas por factores sociales, políticos y económicos.
No puede reducirse a una definición cerrada ni tipificarse mediante esquemas rígidos. Porta y Vannucci la enmarcan como “acciones u omisiones vinculadas al uso abusivo de los recursos públicos para beneficio privado, mediante transacciones clandestinas que violan modelos normativos de comportamiento”.
En toda corruptela hay un punto común: alguien que, aprovechando una posición de poder, traiciona la finalidad pública que justifica su autoridad.
Redefinición
El nuevo Código, con una vacatio legis de doce meses, redefine el abordaje penal de la corrupción. Este enfoque reconoce la pluralidad de conductas involucradas en los entramados delictivos y permite que la corrupción sea sancionada como un concierto de delitos, lo que implica no solo perseguir actos individuales, sino también el diseño que los sostiene.
Entre las figuras penales introducidas, destacan conductas que hasta ahora habían permanecido al margen del reproche penal:
I- Ejercicio de funciones tras la remoción o cese, sancionando a quien actúa como autoridad pese a no tener legitimidad.
II- La tramitación de contratos sin cumplir con los requisitos legales esenciales, sancionando tanto al servidor público como al particular que, con conocimiento, celebra o se beneficia del contrato.
III- El pago irregular de contratos administrativos, ampliando la responsabilidad más allá del acto de corrupción inicial.
IV- El cohecho activo y pasivo, reforzado con la incorporación del tráfico de influencias, tanto en su modalidad activa (cuando se ofrece influir) como pasiva (cuando alguien se vale de su cercanía con un servidor público para incidir en decisiones que le beneficien directa o indirectamente).
Asimismo, se tipifican conductas vinculadas a prácticas empresariales corruptas: i) El conflicto de intereses, penalizando la gestión pública cuando median intereses privados incompatibles, ii) La alteración de precios, los acuerdos ilícitos entre comerciantes y la sobrevaluación ilegal, que lesionan directamente el patrimonio público, iii) La obtención de beneficios mediante la concesión dolosa de ventajas a terceros.
Otra innovación relevante radica en los tipos penales relacionados con la omisión o manipulación del deber de denunciar. A partir del artículo 327, se tipifican la abstención de denuncia, la intimidación para evitar denuncias y la denuncia falsa; sancionando el uso doloso del sistema de control.
La reforma contempla penas agravadas en función del monto defraudado. Asimismo, se establece que, cuando en un mismo hecho concurran varias conductas típicas, se aplicará el régimen de acumulación, lo que permite sancionar la pluralidad delictiva.
Adicionalmente, se prevén penas complementarias, tales como la inhabilitación para ejercer funciones públicas, la inhabilitación definitiva para participar en concursos y oposiciones públicas, el decomiso de los bienes obtenidos ilícitamente y la pérdida de los derechos civiles y políticos, entre otras.
Este nuevo marco legal no es solamente una herramienta jurídica: es también un mensaje ético. El legislador ha dejado claro que la corrupción, lejos de ser tolerada o relativizada, constituye una amenaza directa al Estado de Derecho y a la legitimidad institucional.
La ley está escrita. Pero, como toda norma, su eficacia depende de su aplicación. Ahora comienza el verdadero reto: lograr que los operadores del sistema la apliquen con rigor, sin selectividad ni complacencia, apegados al debido proceso, lejos del populismo punitivo y de la presión mediática; y que la ciudadanía se empodere, conozca la norma y exija su cumplimiento.
Porque si algo nos ha enseñado la historia reciente es que, sin voluntad, sin transparencia procesal y sin presión social sostenida, toda ley —por moderna que sea— puede quedar reducida a letra muerta.