Publicado en Todo Incluido, hace 22 horas
Luis Abinader ha dicho lo que ya todos sabíamos: que la economía dominicana se está desacelerando. Que se siente. Que el pueblo lo percibe. Y no lo dice porque se haya levantado con remordimientos sociales, sino porque las encuestas ya le gritan que algo huele a podrido en el “paraíso neoliberal”.
Pero cuidado con las palabras del presidente. Porque cuando dice “crecimiento”, no habla del plato de arroz del obrero, ni de los sueldos de los trabajadores, ni del porvenir de los jóvenes que, como los casi 3 millones de exilados económicos, sueñan con emigrar en busca de lo que el país no le puede ofrecer. Non él habla del crecimiento del capital, de los dividendos del extranjero, de las estadísticas que hacen aplaudir al Fondo Monetario pero no al pulpero ni al chiripero.
Desde la década de los 90, con las reformas neoliberales y la privatización de medio Estado, la economía dominicana fue diseñada no para alimentar al pueblo, sino para atraer inversión extranjera como si fuésemos una república en venta.
Hoy cosechamos lo que se sembró entonces: una nación que importa el 80% de lo que come, que vive de zonas francas sin sindicatos, de turismo sin seguridad laboral, y de 3 los millones de exiliados económicos que abandonaron el país y que ahora envían casi 11 billones de dólares para sostenerlo.
Luis Abinader es el gerente actual de ese modelo, como lo fueron Hipólito, Leonel y Danilo. Por eso, aunque cambien los nombres, el rumbo no cambia.
Y ahora, ante el primer tropiezo serio de su administración, producto sus medidas económicas y de las arancelarias de Estados Unidos, el presidente nos dice que no es culpa suya, que es un asunto “internacional”.
No señor presidente. El problema no es el cambio de las reglas del imperio, sino que usted y los suyos entregaron la soberanía nacional. Si la economía dominicana se tambalea porque en Washington ajustan un arancel, es porque lo que tenemos no es una economía nacional, sino una sucursal subordinada.
El crecimiento que no llega al barrio
Habla Abinader de que la inversión extranjera creció de 2,500 millones a 4,500 millones de dólares. ¿Y? ¿Dónde están esos millones? ¿En cuál cañada o barrio marginado asfaltaron?
¿En cuál maternidad dejaron de nacer niños en el suelo? ¿En cuál comunidad llega ahora agua potable? ¿Qué pequeño agricultor recibió crédito, tierra y mercado para producir?
Dice también que bajó la informalidad laboral. Otra media verdad: la informalidad bajó porque el Estado empuja al pueblo a “emprender” en el desamparo. Porque los jóvenes ahora son repartidores, buscavida, motoconchistas digitales, taxistas de apps. Trabajan más, ganan menos y no tienen derechos.
El país ha crecido, sí. Pero ha crecido para arriba. Como una pirámide donde desde abajo, al pueblo le ha tocado sostener con sudor y su miseria a los pocos de arriba que, entre copas de vino y champaña, se reparte las ganancias producidas por los trabajadores.
¿Y si gobernara la izquierda?
Una izquierda que sienta en el cuerpo el hambre del pueblo y tenga voluntad de cortar los nudos históricos de la dependencia.
Esa izquierda, desde el poder, no se sentaría a administrar ruinas con rostro humano. Empezaría un proceso de reconstrucción nacional, con medidas de emergencia y largo plazo:
· Congelar precios de la canasta básica, eliminar el ITBIS en alimentos y medicinas, y subir salarios reales.
· Nacionalizar servicios esenciales: salud, agua, electricidad. Que no haya más apagones en los barrios para que fluya la energía en los hoteles.
· Reforma agraria profunda, para que el campesino vuelva a sembrar, y el país a comer de lo suyo.
· Revisión y cancelación de contratos lesivos con transnacionales mineras, eléctricas y bancarias.
· Impuesto a las grandes riquezas y persecución fiscal a los que han saqueado al país.
Y sobre todo: una democracia real, popular, participativa, donde el pueblo tenga la palabra en el presupuesto, en el desarrollo, y en la justicia.
El fin del engaño
Abinader representa la continuidad maquillada. Pero la máscara se cae cuando el hambre aprieta. Cuando el pasaje sube. Cuando los viejos no tienen pensiones ni encuentran medicina y los jóvenes no encuentran trabajo ni un país que los apoye.
Por eso, lo que viene no es una elección cualquiera. Es una oportunidad histórica para romper con el modelo de la exclusión elegante. Para que la izquierda, si el pueblo la empuja y la elige, no llegue a gestionar la miseria, sino a desmontarla.
Como diría Manolo, como repetiría Caamaño, y como suscribiríamos hoy muchos:
“El poder no se pide. Se conquista para servir al pueblo. No a los bancos. No al imperio. No al capital”.