Publicado en Todo Incluido, hace 2 horas
Julio Casado
La estrategia de “divide y vencerás”, atribuida históricamente a líderes como Julio César y Napoleón, sigue siendo una herramienta vigente en el terreno político moderno. Esta táctica consiste en fomentar o aprovechar las divisiones internas dentro de un grupo rival para debilitar su cohesión y capacidad de acción.
En la República Dominicana, este principio se observa con claridad en los procesos electorales recientes y en la configuración de los partidos políticos.
En el escenario político dominicano, los grandes partidos tradicionales han experimentado fuertes fracturas internas. El caso más emblemático es la división del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), que dio origen a la Fuerza del Pueblo (FP), liderada por Leonel Fernández.
Esta ruptura no solo debilitó al PLD, sino que permitió al oficialismo, en ese momento encabezado por el Partido Revolucionario Moderno (PRM), consolidar su poder con una oposición fragmentada.
Un rival dividido deja de ser un contrincante formidable. La falta de unidad implica dispersión de votos, mensajes contradictorios y una percepción pública de debilidad. La división del antiguo bloque hegemónico PLD-FP permitió al PRM ganar las elecciones de 2020 con una mayoría significativa, convirtiendo a sus adversarios fragmentados en aliados involuntarios de su ascenso al poder.
Además, la rivalidad entre PLD y FP ha generado una competencia interna por el mismo electorado, en lugar de una estrategia conjunta para disputarle el poder al PRM. Esto ha diluido los esfuerzos opositores, debilitando su capacidad para fiscalizar, proponer políticas sólidas o constituirse en una verdadera alternativa de gobierno.
Desde el poder, el PRM también ha aprovechado estas divisiones para reforzar su posición. Al mantener una narrativa que resalta la desunión opositora, refuerza su imagen de estabilidad y gobernabilidad. La fragmentación de la oposición le otorga una ventaja no solo electoral, sino también legislativa, al dificultar coaliciones contrarias capaces de frenar sus iniciativas.
Es importante notar que esta situación no es exclusivamente resultado de una estrategia planificada por el oficialismo. Las divisiones dentro de los partidos de oposición también reflejan luchas de liderazgo, diferencias ideológicas y ambiciones personales, lo que demuestra que la fragmentación puede ser tanto inducida como autogenerada.
Sin embargo, lo que convierte a un rival dividido en un “aliado involuntario” no es solo su debilidad, sino su incapacidad de establecer una agenda común. En nuestro país, la ausencia de una coalición opositora fuerte permite al partido en el poder navegar con relativa tranquilidad, sin temor a una amenaza unificada en el corto plazo.
Esta situación evidencia cómo una oposición dividida también contribuye, indirectamente, a la estabilidad del sistema político vigente. Aunque esto puede parecer beneficioso para el corto plazo, también puede limitar el debate democrático y el surgimiento de nuevas ideas, al consolidar el statu quo.
A mediano y largo plazo, la estrategia de dividir y vencer puede tener consecuencias negativas si impide la renovación política. Un sistema en el que el oficialismo se perpetúa gracias a la fragmentación ajena puede devenir en conformismo y menor rendición de cuentas, lo que erosiona la calidad democrática.
Acá como en muchos otros países, la división del rival político se ha convertido en una forma efectiva de gobernabilidad para el partido en el poder. Pero esta situación también plantea un desafío para el fortalecimiento democrático: la necesidad de una oposición madura, coherente y capaz de superar diferencias internas para desempeñar su rol con eficacia y responsabilidad.