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Lo que preocupaba a Balaguer tras salvar su vida

Publicado en Editorial, hace 2 años

A pocos minutos de haber sobrevivido a la caída de su helicóptero, un corpulento jefe militar pudo sacar del amasijo de acero del Alouette la frágil figura del viejo caudillo político y echárselo a sus espaldas, para completar el salvamento.

En esas horas nocturnas, bajo pertinaz llovizna, el jefe militar se desvistió de su fina chaqueta kaki de drill presidente, abrigó a Balaguer, le cubrió la cabeza y parte de su espalda, y lo llevó a lomo hasta un lugar seguro.

Increíblemente, lo único que parecía perturbar a Balaguer en ese duro trance de su vida era pescar un resfriado. “Ahora solo falta que esta lluvia me de gripe y no pueda ir mañana a Macorís (San Francisco)”, una tierra poco amable con su régimen.

No era de sorprender esta ocurrencia.

Así, con singular estoicismo, enfrentó muchas adversidades anteriores a este accidente. La gente decía que Balaguer, con humor negro, se había burlado otras veces del destino porque tenía flema británica en sus venas.

Tras abrirse paso en medio de la oscuridad y las malezas, los sobrevivientes alcanzaron la autopista Duarte. Al divisar, a la distancia, un solitario vehículo que se aproximaba, lo detuvieron y le pidieron permiso al chofer para desmontar a unos pocos pasajeros.

Menos a la hija del conductor, identificado como Gilberto Núñez Germán, que venía desde La Vega para la capital, donde estudiaba.

Los ocupantes del vehículo quedaron fuertemente impresionados ante la inesperada sorpresa de toparse, en un oscuro recodo de la carretera con el hombre más poderoso del país y tres altos generales en condición de damnificados necesitados de auxilio.

Dentro del auto, Balaguer se interesó por saber la situación del chofer y de su hija. Y les preguntó con qué podría recompensar esta vital ayuda de traerlo a la capital para probarle al país que estaba “vivito y coleando”.

Ni tonto ni perezoso, don Gilberto le pidió una casa nueva, una ayuda para cambiar su vehículo y una beca para su hija. Tiempo después, Balaguer le cumplió con la beca y con el obsequio de un Ford Maverick del año. Pero no así con la casa.

Todo lo que aconteció desde el accidente hasta el trayecto de regreso por tierra a la capital aquella noche del 10 de mayo de 1974, lo escuché de los propios testigos directos.

Al día siguiente de la tragedia, los generales sobrevivientes contaban a otros su experiencia, muy ajenos al hecho de que, en una sala contigua, estaba yo, como periodista del Listín, esperando a Balaguer para continuar reportando de su campaña.

Hice rápidas anotaciones para que no se me escapara el más mínimo detalle del suceso. Y cuando Balaguer llegó al helipuerto, doce horas después del accidente, para retomar el proselitismo, me situé junto a los generales al pie de la escotilla del otro Alouette que no se accidentó la noche anterior.

Mientras un oficial lo cargaba para acomodarlo en su habitual asiento y le abrochaba el cinturón, un general se le cuadró el saludo militar de rigor y le preguntó:

-Respetuosamente, ¿cómo usted se siente, señor presidente?

Y Balaguer, sereno, sonriente y casi en voz baja, le respondió:

-Vivo.

¡Y así nos fuimos para Macorís!

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