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Una tragedia tras otra en la República Dominicana

Publicado en Editorial, hace 2 horas

La República Dominicana, un país bendecido por la belleza natural y la calidez de su gente, se encuentra con demasiada frecuencia sumida en el luto. Prácticamente cada semana, somos testigos de tragedias que nos roban la paz y nos confrontan con la cruda realidad de desafíos sistémicos. Desde accidentes de tránsito que siegan vidas jóvenes, hasta feminicidios que destrozan familias y comunidades, pasando por desastres naturales que exponen nuestra vulnerabilidad, la concatenación de eventos dolorosos parece no tener fin.

Es desgarrador ver cómo, una y otra vez, la imprudencia, la negligencia, la falta de educación y, en muchos casos, la impunidad, se conjugan para crear un ciclo de dolor. Los accidentes en nuestras vías, a menudo producto del irrespeto a las leyes de tránsito y la conducción temeraria, dejan un rastro de destrucción física y emocional. Las cifras son alarmantes y reflejan una crisis de salud pública que no podemos seguir ignorando.

Más allá de los choques automovilísticos, la violencia de género sigue siendo una herida abierta en nuestra sociedad. Los feminicidios no son solo estadísticas; son historias de vidas truncadas, de sueños rotos y de un profundo fallo social en proteger a quienes más lo necesitan. Esta violencia machista es un síntoma de desigualdades arraigadas y de la necesidad urgente de transformar patrones culturales.

Y cuando la naturaleza golpea, como lo hizo recientemente con lluvias torrenciales, nos recuerda nuestra fragilidad y la urgencia de fortalecer nuestra infraestructura y planificación urbana. Las pérdidas materiales y humanas en estos eventos no solo son resultado de la fuerza de la naturaleza, sino también de la precariedad en la construcción y la falta de preparación ante fenómenos predecibles.

No podemos seguir acostumbrándonos a la tragedia. La resignación es un lujo que no nos podemos permitir como nación. Cada vida perdida, cada familia destrozada, es un llamado de atención que exige acciones concretas y no solo lamentos.

Es imperativo que, como sociedad, asumamos nuestra responsabilidad. Esto implica exigir a nuestras autoridades el cumplimiento de las leyes, la inversión en educación vial y en prevención de la violencia, el fortalecimiento de la justicia y la implementación de políticas públicas que prioricen la seguridad y el bienestar de todos los ciudadanos. Pero también implica que cada uno de nosotros, en nuestro día a día, adopte una cultura de respeto a la vida, a las normas y a los demás.

Basta ya de lamentaciones. Es tiempo de actuar. Es tiempo de construir un futuro donde la vida sea valorada por encima de todo, donde la prevención prime sobre la reacción y donde las tragedias sean la excepción, y no la dolorosa normalidad.

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